Un señor de escasos recursos económicos está parado en una calle e increpa a un joven en una Ford de lujo. El joven se baja y luego de un par de insultos, empuja con fuerza al señor, el cual se golpea duro al caer al suelo (Nadie juzga lo violento del acto, sino que afirman que es falso). En las redes sociales, una persona le dice a otra: “nos robaron ustedes hijos de P…” el otro responde que ni se la he robado ni que acepta el insulto; el que insulta lo bloquea de las redes.
Un conjunto de personas se suben a las tarimas e incitan a la violencia, hablan de incendiar la ciudad, insultan a medio país y los amenazan con mucha vehemencia. Otro señor, con calma, le pide a un periodista que lo trate con la jerarquía de la cual está siendo investido. Enseguida lo acusan de arrogante y violento.
Estos son micro relatos de una de las facetas más complejas de los modelos mentales que sostienen nuestra sociedad. Y es de terror. Existe un segmento importante de la población que entiende que su entorno es la sociedad y ese entorno es digno y respetable. Ese entorno digno y respetable tiene una suerte de derecho pontificio para hacer y opinar lo que le dé la gana. Entiéndase por hacer y opinar, agredir física o verbalmente. Para ellos, este comportamiento es normal, está bien y, lo más aterrador, no es violencia, porque la ejercen ellos. En su alienación, adjetivan los actos con eufemismos inaplicables: libertad de expresión coartada o lucha popular. ¡Lucha popular! ¡Están seguros de que son el pueblo!
Y este “pueblo” lleno de “gente de bien” no entiende cuando alguien los cuestiona. Cualquier respuesta a un acto violento (normal para ellos) es un acto de violencia del otro (aunque sea defensa legítima). Porque el otro no tiene el derecho pontificio. Es decir, “si yo lo hago es expresión popular, si a mí me lo hacen es violencia”.
Las redes están plagadas de estas afirmaciones cargadas de violencia de un segmento de la población que exige el respeto a los más altos valores democráticos y el respeto a la voluntad popular, mientras esa voluntad sea la suya y mientras esos valores sean su más virulenta violencia física o verbal, disfrazadas de actitudes heroicas.
El propio candidato perdedor, cuando se pensaba ganador, daba un discurso de paz, armonía, unidad, llamaba a dejar atrás los resentimientos y decía que gobernaría para todos. Cuando se dio cuenta de la realidad, el discurso volvió a ser el de siempre. Y en las calles, los que pregonaban la evangelización pacífica subiéndose a los buses y convencían (conminaban en realidad) al personal de servicio que trabaja para ellos, sacaron sus más lustradas garras y su más natural verborrea para mostrarse tal como son en realidad.
La paz, la verdadera, no se consigue dando la razón al pegón de la escuela para que no moleste más. Se consigue cuando todos entienden que la sociedad, en efecto, es más que su círculo íntimo de amistades que comparten burbuja y que en esa sociedad cabemos todos, no solo los que se consideran “de bien” y actúan en consecuencia, respetando de verdad al otro independiente de si es pobre, si es indígena, si es montubio, si es policía, si es funcionario público.
Esta reflexión no es una generalización al 48,84% de la población que, legítimamente, pensó que Lasso era una opción razonable. Estoy seguro que muchos de los que votaron por este candidato, al ver los resultados, los asumen y dan la vuelta a la página. En redes he visto varios comentarios llamando más bien a enfrentar el futuro, e incluso, darle el beneficio de la duda al nuevo presidente. Para ellos, mi más fraterno aplauso. Eso construye sociedades incluyentes. Es la minoría que lleva 2 años de luto ejerciendo libremente su derecho a la violencia la que necesita tener un baño de realidad.
Excelente punto de vista , sin ofender les dice la plena a los violentos que quieren introducir por la fuerza sus oscuras razones